Solía leer con gusto los artículos que Mateo García escribía en Linea Local. Eran amenos, estaban bien escritos y construían una historia cercana y amable de Totana.
Cada semana esperaba encontrar a alguien de mi familia en sus reseñas. Antes creía a pie juntillas que mi familia era importante, que en Totana se nos conocía y se nos respetaba. Por eso me extrañaba que nunca apareciéramos.
Con el paso del tiempo aprendí que no éramos tan importantes, que lo que mi padre nos contaba en las sobremesas acerca de él y su familia eran anécdotas intrascendentes que solo nos interesaban y nos divertían a mí y a mis hermanos. Recuerdo cuando nos contaba que se coló dos veces en la cola donde las señoritas repartían una torta con chocolate el día de su Primera Comunión, o cuando apostó con sus amigos quién se comía más medias lunas de la confitería de enfrente de la iglesia, o cuando siendo un muchacho de 12 años compró su primera mula, etc.
En realidad éramos una familia más, como tantas. Pero hoy es el día en el que reivindico a mis padres. Con esto no quiero ponerlos por encima. Los dejo en su lugar, en el llano, y os invito a que cada uno cuente y celebre a los suyos, y les concedamos la importancia que tuvieron en cada familia, y también en la historia de cada pueblo.
Mi padre se llama José Lario Cánovas. Durante muchos años fue alfalfero de profesión. Se levantaba muy temprano y se iba al bancal a segar y amarrar los manojos de alfalfa que luego vendía por las calles en un carro. En aquellos años se criaban animales en los corrales de las casas. Era un trabajo duro por la postura en cuclillas en la que debía trabajar y también por la intemperie de las mañanas de invierno. Era un hombre fuerte físicamente y de carácter. Un gran trabajador. Siguió trabajando hasta que tuvo fuerzas en las tierras que fue comprando gracias a su esfuerzo y al de mis hermanos.
Mi madre se llamaba Mª Pascuala González Sánchez. De niña pasó hambre en los tiempos durísimos de la posguerra. Su padre estuvo en la cárcel después de la guerra aunque de eso nunca se habló en su casa. Trabajó desde niña sirviendo en las casas de los señoritos y luego en los almacenes. Tuvo cinco hijos, el último con 43 años. La diabetes, que afectó a casi todos los de su familia materna, provocó que su salud fuera empeorando progresivamente. Hacía tortas de gaseosa, de pimiento molido, de naranja, todos los dulces de Navidad y enormes tortadas con merengue. Mi madre cantaba maravillosamente. Tenía una voz limpia, potente y afinada. A ninguno de sus hijos y nietos nos tocó la gracia de su voz. Le gustaban las macetas.
Va por ellos, por nuestros padres, los de todos.
Dolores Lario